1 de noviembre de 2025

Cuando votar no alcanza | El desprecio al pueblo que elige

Tras las elecciones, en redes sociales aparecieron insultos racistas y clasistas hacia votantes. El desprecio revela tensiones profundas en democracia.

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Por Carlos Bron

Otra vez, las redes sociales funcionaron como espejo. Tras una elección —como tantas otras en democracia— las reacciones no se limitaron a análisis políticos, críticas o festejos. Lo que volvió a aparecer, con la fuerza de lo que nunca se fue, fue el desprecio brutal hacia el votante que no encaja con la mirada del que se cree superior.

“País de negros”, “giles”, “cabeza de termo”, “choriplaneros”, “les gusta cagar en un balde”. No se trata de un exabrupto aislado ni de un exceso de calentura. Son expresiones que destilan odio de clase, racismo, y una profunda incomodidad con la democracia cuando el resultado no favorece “a los de uno”.

Porque el problema, en definitiva, no es el voto. Es quién vota.

La superioridad imaginaria (o verdadera)

Quienes usan esos términos no están realmente discutiendo modelos de país. Lo que expresan —consciente o inconscientemente— es una certeza brutal: hay personas que no merecen decidir el rumbo del país. Y eso, dicho sin vueltas, es antidemocrático.

Se trata de una superioridad imaginaria: creer que por tener un título universitario, vivir en un barrio cerrado, hablar con ciertos modismos o consumir determinados medios, se está más calificado para elegir. O tal vez no sea tan imaginaria, sino una convicción real de que “los otros” votan mal, porque no piensan como uno.
También está el que se siente moralmente superior por “denunciar” sin pruebas, por el solo hecho de estar en contra.

Este desprecio no solo es esperable en ciertos usuarios anónimos, sino que aparece en voces que ocupan cargos públicos. Cuando la agresión viene de un dirigente político, de un concejal, de alguien que representa a cien o a mil vecinos, el daño no es simbólico: es real. Y erosiona la convivencia democrática.

Democracia selectiva

“La gente vota con la panza y no con la cabeza”. La frase suele aparecer disfrazada de análisis. Pero, ¿de qué otra forma se supone que se vota? ¿Qué hay de ilegítimo en votar según el propio interés, la experiencia, la vida real?

La democracia no exige currículum ni exámenes de ingreso. Exige, precisamente, lo contrario: que cada persona tenga el mismo derecho, sin importar su origen, nivel económico o cultura. Desconocer eso es pretender una democracia restringida, hecha a medida del que cree que solo vale lo propio.

Un voto vale una opinión. Esa es la piedra fundamental de la democracia. Cuando elegimos, todos tenemos el mismo valor: uno. Un voto.

Redes: el altavoz del clasismo

Las redes sociales no inventaron estos discursos. Pero los amplifican. Les quitan el filtro que antes imponía la conversación cara a cara. Hoy, cualquiera puede escribir lo que piensa sin medir el daño que causa. Y muchas veces, lo que aparece no es bronca política, sino un resentimiento social muy profundo.

No es nuevo. Pero sigue doliendo.

Epílogo: entre el desprecio y el espejo

En el Partido de La Costa, como en muchas otras localidades del país, no hay que ir tan lejos en el tiempo para encontrar elecciones donde ganó la oposición. Pero cuando los votos no coinciden con ciertas expectativas, los votantes se convierten en objeto de burla, desprecio o caricatura.

En definitiva, estos discursos no critican al poder. Critican al pueblo. Y eso, en democracia, es lo más peligroso que puede pasar.

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